Cuántas veces me prometieron que no me harían daño. Y cuántas tardes me pasé preguntándome por qué la gente se empeña en herir otras vidas. Me dijeron que yo era el problema, que era un caso (o un caos, no lo recuerdo bien) perdido. Me creí que mi valor me lo asignaban otras personas y no yo misma. Y me sentí ínfima. Sentí que todo me quedaba grande, hasta ser feliz. Que sólo merecía lo que otros creían que merecía. Qué equivocada estaba, y menos mal que llegaste tú para hacerme verlo. Que soy valiosa. Y que soy preciosa. No preciosa de esas de las que te enamoras platónicamente y canta y baila y recita poesía y ríe como si fuese incendio. Preciosa de esas que son frágiles de tan fuertes que son. De esas que están rotas y tratan de que nadie se percate, pegando pieza por pieza aun sabiendo que volverán a caer. Preciosa de esas que admiraban en la distancia porque nunca nadie le dijo que era preciosa. De esas que tienen una belleza interna que conjunta bonito con su carita de niña perdida. Y me siento hogar desde que me dejaste mirar a través de tus pupilas. Eres una casualidad preciosa que me hizo ver que aquí nada es casual. Que es más bien causal y que las consecuencias merecen la pena. Que besar y besarte son verbos completamente diferentes. Y que yo prefiero conjugar eso de besarte. Porque conocí el paraíso en tus labios. Me conocí a mí en ellos, en tus palabras, en tus ojos que al sonreír también sonríen y que son mi instante favorito. Que el infierno no me asusta si la meta son tus labios. Que quiero que me condenen y que me quemen con rosas o con vacíos. Si la meta son tus labios. Que mi meta es regresar al paraíso durante tu media sonrisa y morder la manzana, o tu lengua. Usurpar lo prohibido y sentirme volar. Saberme feliz y haberte conocido. Así que ya sabes, la próxima vez que me veas no me llames preciosa; prométeme que no me harás daño. Y, luego, házmelo.